En el imaginario liberal el colonialismo es una fugaz reminiscencia de acontecimientos ligados a un pasado superado, extinto y aislado; el privilegio del cuerpo y el cuerpo del privilegio son conceptos co-dependientes y la toxicidad implicita en su memoria les obliga a reducir la discusion a solo cuestionamientos retóricos.
Escuchar a Frantz Fanon en la voz de Lauryn Hill narrando puntualmente las condiciones que la colonialidad dictamina en nuestra existencia al día de hoy es una experiencia ríspida y de empoderamiento inmediato, pero sobretodo de urgencia coyuntural.
El mas grande acierto del director Göran Olsson fue intervenir lo menos posible en la narrativa y dejar fluir los planos secuencias sin la prisa por cortes de edición constantes que satisfagan los estándares de la industria del entretenimiento. Al menos en ese ejercicio se despojó de su privilegio blanco adecuadamente. En otras palabras, lo mas relevante que el director podia hacer era quitarse del medio y desaparecer del mapa lo mas posible.
Frantz Fanon es un pilar intelectual y politico para todo cuerpo periférico en la diáspora y en definitiva no esperábamos menos en cuanto a una representación fílmica sobre su trabajo.
El conflicto surge en la reinterpretación que se le da a sus palabras por parte de los curadores, en el secuestro de las salas de cine donde se proyectó creando cercos de neutralización a través de un consumo cultural muy lejano a las prácticas políticas de Fanon, construyendo una experiencia que excluye a los condenados de la tierra de la posibilidad de verse en pantalla.
A Frantz Fanon no se le aplaude a base de chasquidos, no se le comenta en un lenguaje "políticamente correcto", no se le disfruta a ritmo de jazz blanco conciliador y no se le digiere con galletitas veganas gluten-free y Kombucha.
Fanon no es verde, no es rosa y nos enseño que nuestra invisibilidad colorida no sufría de una patología, sino se trataba de una patología en si misma.